Carta a Borges

(Tomada de la colección de ensayos "Cuestión de énfasis" de Susan Sontag. Creo apropiada la re-lectura atenta de esta carta, en tiempos en que la digitalización es vista como panacea y en que la tradición está tan subvalorada)



13 de junio de 1996
Nueva York




Querido Borges:

Dado que siempre situaron su literatura bajo el signo de la eternidad, no parece demasiado extraño dirigirle una carta. (Borges, ¡son diez años!) Si alguna vez un contemporáneo pareció destinado a la inmortalidad literaria, ése fue usted. Fue en gran medida el producto de su tiempo, de su cultura y, sin embargo, supo cómo trascender su tiempo, su cultura, de un modo que parece del todo milagroso. Esto tenía algo que ver con la amplitud y la generosidad de su atención. Fue el menos egocéntrico, el más transparente de los escritores, así como el más ingenioso. Algo tuvo que ver asimismo con una pureza natural de espíritu. Aunque vivió entre nosotros durante un tiempo más bien largo, perfeccionó las prácticas de la exigencia y la indiferencia que también lo convirtieron en un experto viajero mental a otras eras. Tuvo un sentido del tiempo diferente del de los demás. Las ideas comunes de pasado, presente y futuro parecían nimias bajo su mirada. A usted le gustaba decir que cada momento del tiempo contiene el pasado y el futuro, citando (según recuerdo) al poeta Browning, que escribió algo así como “el presente es el instante en el cual el futuro se derrumba en el pasado”. Eso, por supuesto, era parte de su modestia: su gusto por encontrar sus ideas en las ideas de otros escritores.

Esa modestia era parte de la seguridad de su presencia. Fue un descubridor de nuevas alegrías. Un pesimismo tan profundo, tan sereno como el suyo no precisaba de indignación. Más bien, tenía que ser inventivo... y usted era, sobre todo, inventivo. La serenidad y la trascendencia de la identidad que usted encontró son, para mí, ejemplares. Usted demostró que no es necesario ser infeliz, aunque se pueda ser completamente esclarecido y desengañado sobre el terrible estado de todo. En alguna parte usted dijo que un escritor –delicadamente agregó: todas las personas– debe pensar que toda cosa que le sucede es un recurso (Estaba hablando de su ceguera.)

Usted ha sido un gran recurso para otros escritores. En 1982 –es decir, cuatro años antes de su muerte– dije en una entrevista: “En la actualidad no hay otro escritor que importe más a otros escritores que Borges. Muchos dirían que es el escritor vivo más importante... Muy pocos de hoy no han aprendido de él o lo han imitado”. Eso sigue siendo cierto. Todavía seguimos aprendiendo de usted. Todavía lo seguimos imitando. Usted le ofreció a la gente nuevas maneras de imaginar, al tiempo que proclamaba una y otra vez nuestra deuda con el pasado, sobre todo con la literatura. Afirmó que le debemos a la literatura casi todo lo que somos y lo que hemos sido. Si los libros desaparecen, desaparecerá la historia y también los seres humanos. Estoy segura de que tiene razón. Los libros no son sólo la suma arbitraria de nuestros sueños y de nuestra memoria. También nos ofrecen el modelo de la propia trascendencia. Algunos creen que la lectura es sólo una manera de evadirse: una evasión del mundo diario “real” a uno imaginario, al mundo de los libros. Los libros son mucho más. Son una manera de ser del todo humano.

Lamento tener que decirle que los libros en la actualidad son considerados una especie en extinción. Por libros también quiero decir las condiciones de la lectura que posibilitan la literatura y sus efectos en el espíritu. Pronto, nos dicen, tendremos en “pantallas-libros” cualquier “texto” a nuestra disposición, y se podrá cambiar su apariencia, formularle preguntas, “interactuar” con él. Cuando los libros se conviertan en “textos” con los que “interactuamos” siguiendo criterios utilitarios, la palabra escrita se habrá convertido simplemente en otro aspecto de nuestra realidad televisada regida por la publicidad. Éste es el glorioso futuro que se está creando, y que nos prometen, como algo más “democrático”. Por supuesto, ello implica nada menos que la muerte de la introspección... y del libro.

Esta vez no habrá necesidad de una gran conflagración. Los bárbaros no tienen que quemar los libros. El tigre está en la biblioteca. Querido Borges, créame que no me satisface quejarme. Pero ¿a quién podrían estar mejor dirigidas estas quejas sobre el destino de los libros –de la lectura misma– que a usted? Todo lo que quiero decir es que lo echamos de menos. Yo lo echo de menos. Su influencia decisiva continúa. La época en que ahora estamos entrando, este siglo 21, pondrá a prueba al espíritu de maneras nuevas. Pero, se lo aseguro, algunos no vamos a abandonar la Gran Biblioteca. Y usted seguirá siendo nuestro patrono y nuestro héroe.

Susan


 
Susan Sontag por Annie Leibovitz

El cuarto de al lado



A Krina Ber



“Ni siquiera pude despedirme de él”.


Esta frase, con la que Krina me recibió en el velorio de su esposo, no me ha soltado. Fernando murió durante el sueño, un paro respiratorio solitario, mientras Krina escribía en el cuarto de al lado la novela que le había prometido terminar.

No era nueva esa imagen de abatimiento de Krina; esos ojos perdidos los he visto antes, incluso en el espejo, cuando es imposible obtener respuestas, pues las preguntas no están claras. Lo que si era nuevo era esa oscuridad en su mirada, que siempre dejaba pasar una chispa de futuro a través del velo de descreimiento polaco que la envuelve.

Un día antes mi esposa me había comentado que, por alguna razón inaccesible, había releído el cuento “Amor” con el que Krina ganó el concurso de cuentos 2007 de “El Nacional”. Me dijo que, más que leerlo, lo había vivido y llorado intensamente. La noche de ese día recibí el mensaje de la muerte de Fernando, protagonista de ese cuento maravilloso.

¿Nos ahogamos o flotamos? Acaso nos sometemos al rigor de la corriente o nos tomamos con firmeza de una rama, hasta que se quiebre y nos devuelva al devenir del río. Y es que nos empeñamos en someter los hechos a un riguroso análisis causal. “Todo pasa por una razón”, le dijo una amiga para consolarla, y añadió el tópico fatídico “sólo dios sabe…”.

“José, ¿tú crees en dios?”, me preguntó Krina con una mirada casi infantil. Me pareció inapropiada una respuesta extensa y opté por una mueca que pretendí que significara “acaso no en el dios del que habla esta señora”. ¿Cómo podemos creer en un dios de certezas?, ese dios es imposible para mi, prefiero aferrarme a un dios incompleto, de enigmas, un dios como el de Rilke que, más que creador, es creado por nosotros y, por lo tanto, es un dios personal, incompartible, un dios esquivo a la razón pero cercano a nuestro ser.

Krina iba y venía, miraba al techo de la capilla, se aferraba al diseño de ese techo, buscaba a su nieta, saludaba una y otra vez a los amigos, acaso buscaba las preguntas necesarias, el punto de partida para alguna respuesta, la que sea, que permitiera el reposo.

La fe no puede ser abandono, sinónimo cruel de esperanza; no para mí, no para Krina. La fe se parece a ese escribir doloroso, a ese empeño que en la soledad intentamos, mientras que en el cuarto de al lado el destino nos espera con otro enigma.