Nadie como Clarice Lispector para ocultarse tras la voz de un escritor tomado por un relato, por un personaje marginal, una casi inexistente “norestina”, de nombre Macabea, inconsciente de su condición y para mantenernos caminando sobre el filo de la pena, sin posibilidad de llanto ni de risa, sintiendo que se nos vacía el cuerpo, que las ideas nos abandonan y que el sentir, único hecho posible, nos obliga a asirnos a las tapas del libro sin esperanza.
Las poco más de 60 páginas de “La hora de la estrella” nos presentan una geografía psíquica en la que la nada no deja espacio para la carencia, y donde la soledad es algo tangible. Macabea solo puede ser llevada a la muerte, a esa hora estelar, tras sacarla de ese terreno cercano a la santidad en donde habita y hacerla mínimamente consciente de sus carencias, mostrándole la forma de un futuro.
Clarice nos (me) regala una de esas imágenes que valen una vida, la de un relato “hecho de palabras”, sin argumento ni plan alguno, como una “fotografía muda” que muestra lo que es así, simplemente porque es así. “Cuando se presta una atención espontánea y virgen de imposiciones, cuando se presta atención, la cara lo dice todo.”
Y tanto documentalismo fotográfico, tanta lectura de imágenes, tanto análisis queda en suspenso, bajo custodia, hasta que la razón pague la fianza y nos regrese a terrenos más seguros. Pero esa seguridad sólo nos la da la mentira, la explicación plausible, no la verdad, ya que “la verdad es siempre un contacto interior inexplicable. La verdad es irreconocible”.
Clarice Lispector. ©2010 José Ramírez