Querer dar es como una pluma de ganso

a Krina



Conozco un ganso negro
que bate las alas
y suelta una pluma
cada medianoche

flota
se posa en mi
frente y ya no me
asombra verla en
el espejo
cada mañana

mecánicamente
la pongo en mi
bolsillo
hasta que
a una hora incierta
el viento me
reclama que la
lance

y obedezco
sin saber
que hice



La ciudad escondida






Almorzaba con un amigo la semana pasada, un almuerzo largo, pre-navideño, en los que uno intercambia regalos, lee fragmentos de libros y revisa fotos. Mi regalo era un libro de fotografías de Caracas de Gorka Dorronsoro; no lo regalaba por las fotos, que me parecen muy obvias la mayoría, sino por el texto que las acompaña, seis páginas que Cabrujas tituló "La ciudad escondida".

Mi amigo, fotógrafo, nunca había caído en cuenta de la bondad de ese texto. Leíamos algunos fragmentos y sobrevino un gran silencio, impregnado de ese espíritu ontológico que nos invade a algunos en estas fechas. "Cómo hace falta Cabrujas, ¿verdad?", me dijo, "mucho, muchísimo, tenemos una necesidad imperiosa de entendernos y Cabrujas siempre nos ayudó a entendernos".

La tarde se fue haciendo pequeña y terminamos despidiéndonos, abrazándonos con el acuerdo tácito de un re-encuentro en el 2008. De regreso en casa volví al texto de Cabrujas y hoy, luego de volver a leerlo dos veces, decido que es el mejor regalo que puedo hacer a aquel que pase distraído por aquí, acompañado por una imagen de su Catia natal, que he empezado a recorrer y a mirar con asombro. Felices fiestas.


"
La ciudad escondida


Tres monos blancos disfrazados de arlequines o quién sabe si tres arlequines disfrazados de monos blancos, me contemplan bajo el alero de una vieja casa. Están allí, quién sabe desde cuándo, pero en todo caso me pertenecen desde 1945. Han persistido en rni recuerdo, como si fuesen un hallazgo y si algún día en Oslo, por hablar de lo que no existe, algún extraviado tuviese a bien preguntarme por esta ciudad donde nací, creo que mi relato comenzaría por tres monos blancos disfrazados de arlequines y alguna que otra literatura de menor importancia. En 1945, tenía ocho años, y a las cuatro y treinta de la tarde, por alguna razón de horario, salí del viejo colegio de los jesuitas, todo lo viejo que puede ser algo en esta ciudad, donde la palabra antiguo es apenas una ironía.

Camino de la Plaza Bolívar había papelillo y serpentinas, sin razón de fiestas patrias. Unas cincuenta personas, en inglés y sin títulos, celebraban no sé si la caída de Berlín o la muerte de Hitler, alguna contentura que, en todo caso no era mía. Desde el tercer piso del edificio de Panamerican, pilotos y aeromozas azules, arrojaban papeles de colores, como si celebraran la propiedad de una alegría en casa ajena. Pero ese día me gustó reparar, en el paisaje de la calle en la achocolatada mansión del Marqués de Casa León, una de mis mentiras favoritas y hasta en cierta pin-up que promocionaba con moderada lujuria los beneficios sociales de una cajetilla de Chesterfield.

Calles y casas eran las mismas, desde hacía dos años. Los rieles en el pavimento, iniciaban un futuro inútil, puesto que ya el tranvía era apenas una crónica obtusa, o comidilla de velorio. Aquella tarde se llenaron de papelillo, y mi alegría de habitante me hizo olvidar un reiterado enigma, que consistía en preguntarme para qué servían esas dos líneas de acero, cortadas a medio trecho, e incapaces de llegar a alguna parte. Todo esto para atreverme a decir, que fue así como descubrí mi condición de nacido de Poleo a Buena vista, 11-B. -Soy de aquí- me dije, casi excusándome por no entender el júbilo. Once cuadras más tarde, probablemente en Tebas o en Santa Rosalía, camino a la sastrería paterna, vi por primera vez los tres monos retadores y burlones, tal como Edipo, a la hora de jugarse el destino.

Y el primer mono, ciego, me dijo: ¿Cómo es tu casa?

Y el segundo mono, mudo, me dijo: ¿De qué está hecha?

Y el tercer mono, sordo, me dijo: ¿Dónde se encuentra?

Cuarenta y dos años más tarde, me gustaría explicar por qué no pude responder.

Si comenzara diciendo que a veces recorro las calles de esta ciudad, la mentira se me caería de la boca, porque jamás en mi vida he recorrido las calles de esta ciudad. Es más: dudo que alguno de sus habitantes lo haya hecho en alguna oportunidad. Supongo que todo intento de desplazamiento en Caracas, no es sino el logro de un objetivo.

No hay mirador posible, ni ruta biológica, ni Aristóteles capaz de indagar alguna metafísica. Trescientos metros y hay pan. Cuatrocientos cincuenta metros y vi a Humphrey Bogart despedirse en un aeropuerto más o menos africano. Setecientos noventa y puede ser que el Museo de Bellas Artes aún esté en pie y conserve su memoria. Ochenta metros menos y a la derecha, hay ballet, en las cercanías de un héroe mexicano, sin que nadie entienda qué demonios hace ahí ese héroe mexicano. En algún punto de mi vida, quién sabe si a los treinta y cinco años, la edad con la cual comienza la Divina Comedia, comencé a imaginar que todo lo que podía concebir como pasado, incluida la celebración de Panamerican, era fantasmal. Lo que solemos llamar recuerdos, visiones que te asaltan, experiencias que tienen que ver con un muro o con el tamaño de una sombra o las experiencias de un picaporte, toda esa memoria pertenecía a una ciudad muerta, a una ciudad que vivía en mí como un relato de fe. Quiero decir que la ciudad existía sólo en la medida de un testimonio, que vanamente intentaba explicar.

Un día, en mi infancia, extravié el dinero del pasaje, y tuve que caminar desde el centro hasta el Oeste, en una peripecia de seis horas. Recorrí la patria, que como todo el mundo sabe, queda a media cuadra de la Plaza Bolívar, atravesé las bisuterías del viejo Cine Rialto donde solía comprar caramelos, presencié el enigma del fakir Urbano, un ciudadano quiteño que solía ayunar en una urna de vidrio, y la ciudad me desembocó como una piedra errática en el arcano sector Federal, donde podían contemplarse ángeles de prominentes pezones y banderas de bronce conmemorativo, amén de un pajarraco marmóreo que, según mi padre, representaba el futuro y tal vez la nacionalidad. Atravesé la estación del ferrocarril, tan naturalista como Naná, e ingresé en el sector de lo que solía llamar Josefa Cabrujas, la vida, esto es, prostitutas y maricas. Alguien de voz chillona discutía vehemencias con un soldado, y el lugar de pichaques y perros sarnosos se me antojó rosado y de bombillos. Más allá de la vida, comenzaba el barrio obrero y las casas de vecindad que mi agotamiento me hizo recorrer despacio. Capachos ahogados, imágenes del Corazón de Jesús envuelto en llamas y con apariencia de yesquero, la entrada a la vieja carretera de La Guaira, y una sucesión de cien metros y cien metros y cien metros, que ahora sería incapaz de reproducir.

Quiero decir que esta marcha hacia el Hades, se parece en mi caso de caraqueño a la ruta de Orfeo, salvo la intención de Eurídice. Puedo evocarla por los sonidos, por los ladridos, por las voces, por los latidos del corazón, por mi intimidad amenazada en esa aventura, pero jamás por la arquitectura que recorrí. Se trataba de un simple rumbo al Oeste, con la única intención de llegar al Oeste, y alojarme en la calle Argentina, entre 5a y 6a Avenidas, Quinta San Francisco, es decir, hogar. Allí llegué a las nueve de la noche, y tras la natural reprimenda paterna, este Ulises trató vanamente de reproducir la geografía del recorrido. Inútil. Sólo voces. Ruidos, cantos de gallo, Guadalajara es un llano, tapitas de cerveza. Caracas suena. La ciudad se hizo para oírla. No para verla. Es el perfecto ámbito de un ciego, y tal vez por eso los ciegos más diestros que he viso en toda inivida, son los ciegos caraqueños.

Nací en una calle entre dos esquinas, tan literarias hoy en día como la dirección de Arsenio Lupin. Digamos que el correo podía entregarle una carta a mi padre, si en el sobre el remitente escribía: José Ramón. Poleo a Buena Vista, 11 -B.

Supongo que así continuó ocurriendo con los inquilinos de esa casa después de nuestro éxodo familiar al Oeste, hasta 1955, sin que me atreva a apostar la cabeza por ésta o por ninguna otra fecha que aparezca en nuestra conversación. Lo cierto del caso, es que hacia 1960, en la ocasión de una novia y de lo más Raskolnikov, me dio por enseñarle el lugar donde Matilde me trajo al mundo. Como un nuevo Rasmussen, arengué a mi novia, en los términos siguientes: -Novia, te voy a llevar al lugar donde nací. De Poleo a Buena Vista 11-13.

Y a continuación, sintiéndome histórico, le hablé de ciertos terrores infantiles, acaecidos de Poleo a Buena Vista 11 -B. Un sótano. Un nido de alacranes. Un perro llamado Quimbombó. Un fantasma mal entretenido que todas las noches paralizaba el flotante y tres o cuatro mentiras destinadas a exaltarme o a hacerme perdonar los anteojos de miope. Y fui con mi novia, muy a lo Sterne, al arcano vientre de este formidable natalicio. Pero no existía. Quiero decir, no existía 11-B, no existía Poleo, ni mucho menos Buena Vista, ni calle, ni barranco, ni sótano, ni nada. Ni siquiera la topografía, el consuelo de decirle, mira novia, tumbaron mi casa, pero allí donde está ese taller mecánico, o esa quincalla de sirios, nació este servidor. No había nada. No había sitio. No había ni siquiera espacio. La nada más grande que se ha visto, desde que Jehová tuvo su ocurrencia. Cierta plan¡metría, cierta arqueología digna del Museo Británico, me señaló años más tarde, que lo que fue mi casa es hoy en día el metro número doce de una colina artificial, según se excave como si se tratase de Pompeya. Y tenga uno esa inquietud. El general Pérez Jiménez, tuvo a bien decidir esa erupción del Vesubio, que nulificó mi pasado, y prácticamente mi genética en 1956, con ocasión de un despilfarro y sin enviarme ni siquiera un telegrama.

Vivo en una ciudad nueva, siempre nueva, siempre reciente, pero que sólo puede conocerse a través de una nueva arqueología. Casi siempre, la imagen que tenemos de un arqueólogo, dejando de un lado el sombrero de corcho y los pantalones por encima de la rodilla, es la de un hombre que penetra en un recinto olvidado, en un lugar de arañas, y enciende una linterna para contemplar el pasado. Signos, cofres misteriosos, lenguajes olvidados se abren ante sus ojos, como un desafío incomprensible. Alguna vez fui turista en la colosal ladera de Machu Picchu, y aparte del asombro ante una magnificencia imprevisible, prevaleció en mí el desconcierto de un secreto abrumador, esto es, el uso de Machu Picchu. Nadie sabe a ciencia cierta, el sentido final de semejante esfuerzo y por más que uno imagine y reconstruya un verdor olvidado e invente paredes donde ahora hay cascos y pueble el lugar de incas exultantes, y vírgenes consagradas, la montaña terminará por reducirse a un enigma impenetrable. Pero si apelo a mi memoria, Caracas es un monumento enterrado una y otra vez, a la espera de esa nueva arqueología que me gustaría proponer.

Debajo de ella está mi vida, puesto que se trata de una arqueología para reencontrarme a mí mismo, una arqueología sin piedras viejas, ni vasijas rotas, ni momias, ni calaveras. Es la arqueología de lo que he presenciado y ya no existe. Para vivir en esta ciudad no necesitamos de ningún monumento que tenga a bien la gentileza de recordarnos su historia. La historia, la única historia posible, somos nosotros, y la ciudad comienza y recormenza un martes cualquiera como el pajarraco de los romanos, después de una nueva resurrección. El pasado nunca me hizo falta para vivir en ella. Por el contrario, mi pasado, si. Quiero decir que me parece habitual, y quién sabe si lógico, haber perdido la memoria de la casa donde vivió el gramático Bello. Lo que me parece perturbador es no saber dónde quedo yo, en medio de una arquitectura que ru siquiera ha tenido la posibilidad de acompañar a una generación.

La arqueología a que me refiero es la arqueología del derrumbe. Porque así como hay personas que proclaman con orgullo pertenecer a un pueblo de grandes constructores, me atrevo a exhibir hasta con cierta jactancia, que provengo de un pueblo de grandes "derrumbadores", un pueblo demolicionista que hizo del escombro un emblema. Ese es el paisaje que he visto, por no decir que, en el fondo, mis ojos nunca han visto ningún paisaje. Desde luego, no se trata de una ciudad que se reconstruye al estilo de Berlín en los inmediatos años de la posguerra. Reconstruir una ciudad es asumir que todo lo que había en ella era cierto y satisfactorio, como el vestíbulo de la ópera de Viena. Pero Caracas pertenece al ámbito de la destrucción deliberada, como un ladrillo erróneo que termina por no dejamos satisfechos. Caracas es una ilusión de inconformes, y asumirla de otra manera es, sencillamente, creer que vivimos en otra parte y no en lo que hemos fabricado, mientras tanto y por si acaso.

A veces cierta retórica, cierta visión apolínea, mediante la cual una ciudad es un deber, nos lleva a una amarga queja ante cuatrocientos años de provisionalidad. Son esas ocasiones donde nos provocaría que Caracas hubiese sido inaugurada alguna vez como un todo más o menos acabado, o por lo menos satisfactorio. Se habla entonces de humanizarla, de arborizarla, de repintar el Panteón Nacional y vigilar algunos materos municipales, olvidándonos de que una edificación o una calle, son usos y no intenciones, y que las ciudades carecen de objetivos, como no sean aquellos que definen a sus habitantes. Vivir en Caracas me ha enseñado, entre otras maravillas, que todo intento de descubrir sus espacios es un fracaso. Vivo en una ciudad imposible, y si bien recuerdo sus rutas y direcciones, desplazarme en ella no es más que partir de un sitio y llegar a otro, sin que el trayecto me devuelva un significado, o por lo menos, una modesta memoria.

Caracas no es una consecuencia de los caraqueños. Suele decirse que Venecia es la consecuencia de una sociedad comercial que en algún momento de su historia pretendió impresionar a los forasteros. De allí el León de San Marcos y la peripecia acuática de los canales. Se trata de un decorado asombroso y en cierto sentido petulante, mediante el cual sus habitantes aseguraban cierta respetabilidad, cierta magnificencia jactanciosa a la hora de negociar con los extraños. Hay mucho de emblema en las ciudades, puesto que eso que hemos convenido en denominar arquitectura, es, en el fondo, la fantasía, la ilusión del espacio que nos representa. De allí que la demolición ha sido, durante muchos años, nuestro principal sentido arquitectónico.

Hay quien piensa que Caracas comenzó su formidable suicidio en la década de los cincuenta, durante el gobierno de Pérez Jiménez. Eso no es cierto. Si antes no se demolió más, no fue por falta de ganas, sino por escasez de dinero. Pero, desde luego, la colosal bola de acero, derribando a diestra y siniestra cuanto adoquín o azulejo habían dejado el siglo XIX y cuarenta años de gobierno andino, es la perfecta imagen de eso que hemos convenido denominar un suicidio en esta conversación. Me recuerdo a mí mismo, presenciando la demolición del Majestic, el hotel de viejas memorias, donde se alojó Carlos Gardel o donde Titta Ruffo vocalizó alguna bravura, antes de un discutido Rigoletto, por hablar de dos portentos. Recuerdo el sonido de aquella bola, quebrando las paredes ante el maravillado júbilo de centenares de caraqueños que voceaban y ponderaban el movimiento pendular de la pesada mole.

En un cierto momento, la esfera metálica alcanzó una columna y un piso entero se resquebrajó, levantando nubes de polvo. El aplauso fue unánime y emocionado. Era como si nos encontráramos a nosotros mismos en un gesto colectivo que iniciaba una esperanza, y mentiría si digo que alguien expresó una nostalgia. El día revivió el espectro de aquel loco fantástico, apodado El Tiñoso, que días antes del terremoto de 1811, ascendió a la colina de El Calvario para gritar hasta la ronquera: ¡Va a temblar! ¡Se va a caer! ¡Va a temblar! ¡Se va a caer! Quien imagine pesadumbre en la voz de El Tiñoso, no nació en esta ciudad. Quien lo evoque grave y dramático, como la advertencia de un profeta enviado por Jehová horas antes de la catástrofe, simplemente ha equivocado sus días. El Padre Eterno destruyó a Sodoma asqueado de tanta sinvergüenzura y de tanto malentretenido. Los pobres sodonútas corrían desesperados ante tanto fuego y tanto rayo y tanta tierra abierta. De haber sucedido en Caracas, le habríamos dicho al creador: ¡Buena ideal ¡Así la volvemos a hacer!

Ni digo, pues, que recorro sus calles, porque no es cierto, pero algo me ata a lo que esta ciudad significa. Caracas es una maravillosa equivocación española, y quién sabe si el centro de su enigma es esa imposibilidad que tenemos sus habitantes de conocerla. Lugar de tránsito, posada de agobiados en el largo camino al sur y el oro, a veces la pequeña crónica capaz de constatarla nos habla de viajeros y huéspedes incapaces de saber a dónde habían llegado. Humboldt, por citar al más famoso de sus viejos inquilinos, proclama como es rutina la bendición de un valle fértil, la tranquilidad de un clima sin sorpresa, la frecuencia de prolongados aguaceros y el magnífico espectáculo de una fortaleza montañosa, capaz entre tantos dones, de alejar a huracanes indeseables.

Muy pocas palabras para hablar del trabajo de los hombres o de la voluntad de cincelar alguna rosa, por el simple placer de dejarla allí para que otros sean sus testigos. Nunca leí, y si alguien me desmiente será con saña de erudito, ningún asombro, ante nuestras edificaciones coloniales o republicanas. El viajero nos vincula al paisaje, constata la regularidad del clima, se interesa por unos cuantos loros enjaulados o pondera la costumbre de albergar morrocoyes en los patios, como si la ciudad en sí misma careciera de perfil, y quién sabe si de existencia. Nada más patético que un autobús de turistas en Caracas, nada más ímprobo que el trabajo de guía en esta ciudad.

La aventura de un canadiense en Caracas consiste poco más o menos en aterrizar en un aeropuerto parecido al de Houston, ascender unos cuantos kilómetros por una autopista escueta y apenas funcional, comprobar la existencia de un león encementado de reciente data y significado esotérico, desaparecer en sucesivos túneles, que, como actos de fe, conducen a un resifitado, e ingresar a un hotel apátrida de funcionalidad. universal, posiblemente regentado por un húngaro errático. Al día siguiente, algún autobús climatizado vendrá a buscarlo con la intención de trasladarlo a lo que algún desocupado bautizó con el nombre de cuadrilátero histórico de la ciudad. Allí visitará la casa de Simón Bolívar que de remodelación en remodelación terminó por parecerse a la mansión de Alejandro Dumas en el extremo romántico de París. Ascenderá las cuadras suficientes para contemplar el Capitolio y sentir que Napoleón III, como Dios, está en todas partes, y constatará la Plaza Bolívar como un episodio natural donde una domesticada pereza sigue siendo la mejor excusa fotográfica, por insólita y suramericana.

Lo mismo le sucedió al naturalista Humboldt cuando tuvo la ocasión de aproximarse a un temblador, sólo que nadie se tomó el trabajo de convidarlo a un monumento. Muy por el contrario, la mayor invitación que esta ciudad se dignó a hacerle al barón de las curiosidades, fue una función teatral por razones de cultura, y no vaya a creer el alemán que todo es monte. El barón presenció un drama de aspavientos, al aire libre, en un tabladillo con aspiraciones de anfiteatro. Según sus palabras, los actores eran los peores del planeta, pero la felicidad de un teatro caraqueño consistía en la ausencia de techo. No había techo. Había estrellas, constelaciones, episodios de Osa Mayor. Era el recinto ideal de un aficionado a la astronomía. Era el observatorio. La naturaleza seguía siendo nuestra única constancia. El resto es sol, de allí que nuestra mejor promoción turística consiste en decirle a los extraños que vivimos en un lugar donde hay muchísimo sol.

Y es que Caracas inhibe al turista porque se trata de una ciudad carente de fachadas ciertas. Lo que verdaderamente importa en ella sucede más allá del zaguán y después de cerrar la puerta. ¡Qué extraordinaria aventura puede ser, y lo comento, con cincuenta años de amor y pertenencia, vivir en una ciudad sin fachadas representativas! Lo que solemos llamar el frente de la casa es, en el fondo, el único pedazo que salva a la arquitectura del egoísmo. Mi casa anuncia mí manera, sin necesidad de entrar en ella. Mi casa es un credo. Si construyo un balcón y decido complicarlo con algunas -cabriolas artesanales, hay allí un don que ofrezco a los ajenos que me contemplan. Si resuelvo un desagüe y lo convierto en gárgola, es porque en el fondo me interesa la admiración o el simple comentario de los extraños. Pero la ciudad que aún no hemos terminado de construir y mucho menos de disfrutar, se encierra en sí misma y renuncia a la fachada.

Es una ciudad privada. Las casas se enorgullecen por dentro e ignoran al paseante. Todo sucede, como decíamos antes, cuando entramos, cuando dejamos de pertenecer a la calle, y por paradoja, somos libres. Nadie se siente libre caminando por San Bernardino o por los simétricos bloques de El Valle. En primer lugar, porque Caracas es la perfecta negación de lo peatonal. La ciudad se interrumpe en cualquier trayecto, y en ocasiones, alcanzar la acera contraria es un reto no sólo al vigor físico, sino incluso a la inteligencia del ciudadano. La ciudad no realiza mi vida, puesto que ni siquiera toma en cuenta un natural sentido de locomoción. Tengo la sensación, desde hace muchos años, de habitar un lugar inconsulto, decidido en alguna oficina, pero no en mis ojos ni en la biografía de los míos.


No hay un modo caraqueño de Caracas. Hay un modo caraqueño de sus habitantes en un cierto dejo fonético que, según comprobé, hace reír a los mexicanos. Hay un modo caraqueño en la sazón que nos hace utilizar la salsa inglesa marca Perrins para distinguir gran parte de nuestra culinaria. Hay eso que llamamos "guasa", verdadero asiento de una picaresca que en ocasiones sustituye al carácter. Somos unas personas amantes de las aceitunas y de las uvas pasas californianas marca Sun Maid. Preferimos un dejo ligero en la cerveza y abucheamos a los pitchers cuando se salen de la caja y lanzan a primera. ¿No es una identidad? -me he preguntado a veces sin que me importe demasiado la respuesta.

Me bastaría un murmullo en una calle de Helsinki para reconocer a un caraqueño, me bastaría verlo de reojo en un bazar en Samarkanda, eligiendo un tomate, y lo gestual me lo haría fraterno, como los saludos masónicos. Pero en ocasiones, regresando de algún viaje, suelo fantasear en el trayecto de la autopista que me lleva a casa, que soy un extranjero hasta hace poco dormido en el avión, y que ahora abre los ojos, con la desesperación de saber adónde ha llegado. Para ser franco, no lo sé muy bien.

Desde luego, toda la ciudad es una herencia. La ciudad de mis días se decidió hace más de cuatrocientos años, en el más viejo de los países de este continente. Sólo que la decidieron nada menos que tres exilios. Los indígenas que habitaban el valle, fueron sometidos de la noche a la mañana, no sólo a la renuncia del espacio, que es una de las desgracias del exilio, sino a la convicción implacable de que todo lo hecho por sus manos, todo lo aconsejado por sus costurnbres e inteligencias era un error garrafal o una mentira irununda. Nuestros primeros expulsados, no sólo perdieron un rincón amable y reconocible, qué sé yo, una laguna al oeste donde abrevaba la caza o una cueva donde fabular alguna cosmogonía. Peor que eso. Fueron arrojados de sí mismos con las patadas del idioma y la nueva luz de los candiles, por quienes consideraban que una vivienda construida por hombres desnudos era simplemente un atropello a Aristóteles.

El fundador de la ciudad, esto es, el señor de Losada, era a su vez un expulsado de la verdad, o lo que es igual, de España. Inútil decir, por demasiado sabido, que en los siglos XVII y XVIII, desembarcar en América era una tácita confesión de medianía y vergüenza, sólo concebible por una razón de extrema pobreza o extremo deber. Salvo "la tierra prometida" del Norte, que casi siempre fue un destino, en el resto del Continente, desde México hasta la Patagonia, la única ética concebible fue la resignación. Casi nunca, salvo algún cura alborozado, hubo un gusto de viajero, ni una emoción de playa, sino la sensación de una atroz disciplina sólo aliviada por la posibilidad de un cambio de fortuna. Por consiguiente, cuando el señor de Losada, quién sabe si a caballo, dijo que este valle se llamaba Santiago de León, aparte de pronunciar una inmensa arbitrariedad, no quiso decir demasiado. No hubo en su ánimo la sensación de decir... ¡He llegado! Por el contrario, lo que quiso expresar fue... ¡Rapidito, que me estoy yendo! Y el tercero de los arlequines, los negros provenientes de las costas del África, fueron los últimos expulsados de un enigma. Intrusos forzosos, sintieron esta tierra como una desgracia difícil de imaginar, porque ni siquiera la lústoria, les concedía una ambición.

¿Qué casa de siempre podía construir un negro en el trance de América, como no fuese casa ajena, forzada a garrotazos? ¿Qué flor pudo sembrar, quien se quedó viendo el mar como una garantía de su procedencia? Entonces... ¿Cómo puede ser en definitiva una ciudad de exiliados? De allí que la ciudad que hemos construido es un eterno regreso al futuro. Algo nos espera. Algo que intuimos como un logro, como una certeza, como el sitio donde seremos capaces de reconocernos, al modo platónico de la caverna. Mientras tanto, no hay demasiadas preguntas.

No hay orgullo caraqueño. No existe un momento de deslumbramiento del habitante de la ciudad, por la ciudad en que vive. En mi vida me he encontrado a un caraqueño, concediendo incluso la posibilidad de unos tragos, que me haya dicho: ¡Qué bella es esta ciudad! Qué hermosa es esta ciudad, o... «¡Cómo me gusta esta ciudad! Nadie está contento. La ciudad es incapaz de contentar a sus habitantes, y no sólo por una insuficiencia de cañerías o un temor de ser asaltado, sino por algo que va más allá de la calamidad inmediata. No nos contenta nuestro fatuo gótico, ni nuestro románico rematado en tejas, ni las pompas helénicas de algún trasnochado, ni mucho menos la nostalgia colonial de los caserones godos.

Los caraqueños vivimos en una vitrina de sucedáneos, absolutamente irrepetible. Somos la maqueta de una ciudad universal, incapaz hasta ahora de encontrar su financiamiento. Todo lo que hemos levantado, nos pareció en algún momento cierto, pero sólo con la certeza del parecido. En el fondo somos la literatura de una ciudad que debe existir a trocitos en el resto del planeta. Construimos un edificio, esotéricamente denominado El Cubo Negro, como debería llamarse un relato de Lovecraft, sólo porque nos parece cierto, o lo que es igual, contemporáneo. Construimos un hermosísimo teatro de ópera en los tiempos de Guzmán Blanco, porque en ese momento nos pareció tan real como la pomposa partitura de la ópera Ione, que lo inauguró vaya usted a saber por qué.

Eso es lo que somos. La aproximación a una certeza universal, la impunidad de representar al mundo con altivo desparpajo. A veces, asomo la cabeza en el trayecto que me separa de mi trabajo y me hago tan habitual como un florentino. Animo el día con un café italiano, honradamente sudado en una Gaggia sobre el mostrador de una panadería de portugueses, cuya especialidad es el pan gallego. Suelo comprar la prensa en el quiosco de un canario, prematuramente inválido, y saludo la santamaría de mi charcutero de Treviso, apasionado por las especialidades catalanas. Recorro la buhonería del Cementerio con la certeza de no atisbar nada autóctono, y escucho en mi reciente memoria la ponderación de un vendedor de cuchillos cuzqueño, realmente impresionado por el que él denomina, "el eterno filo alemán". Ingreso a una autopista que bien puede conducirme a Detroit, y selecciono el opus 3, número 11, del telúrico Vivaldi. Me aparto en un atajo y desemboco en el guzmancismo de El Paraíso, en el crespismo devenido en taller mecánico, en el castrismo militar. Una musa romana me saluda, siempre y cuando sea capaz de entender el yeso y no andar con demasiados miramientos. Estaciono frente al automercado Cendrillon, regentado por unos madeirenses, y saludo a la conserje dominicana en el trance de regresar a su patria, por una gravedad nonagenaria. Entonces, me pregunto, dónde estoy si no en el centro mismo de una historia por la que Erasmo de Rotterdani quebró alguna lanza.

Últimamente me ha dado por responderle a los tres arlequines de Santa Rosalía.

¿Cómo es tu casa? Como yo mismo, si no la miro desde afuera.

¿De qué está hecha? De pasaporte roto. De pasaje de ida. De déjame ver.

¿Dónde se encuentra? La de verdad, se perdió. La de mentira, esperándome.

1988. Mientras tanto... y por si acaso.



José Ignacio Cabrujas, 1988


"

Déjà vu






Es demasiado lo que pides
que cambie hasta la última
gota de mi sangre por ese
negro y viscoso veneno que
corre por tu cuerpo
que te diga que te quiero
me trague las elipsis y
vomite a escondidas mis
palabras, aquellas que no
te nombran ni en sueños
tu sonrisa es una mueca tu
mirada es una ofensa mi
sombra huyó atormentada
y no te quiero mirar porque
me miro y no me quiero
mirar porque te encuentro
y siento asco de mirar
esto que escribo

El culto a los muertos





Tú tienes las blancas
-mueves-
me muestras los abismos
y me dejo caer

pero no vengo acá para
estar más cerca de la muerte
sino más cerca
de la vida



Fotografía de la serie "El culto a los muertos"

reniego tordío





escritura

divina desnudez
de un vestido
mueca del silencio
cuchillo


Eleonora Requena
Nocturna, mas no funesta


Segunda entrega de "Las voces de la tribu"

María Celina Núñez
Madrid 1963



Esto es sólo un post





Modesta contribución a la teoría de la poética


Poesía es algo
que yo llamo poesía
porque lo he escrito
como poesía o comonopoesía
pero lo he publicado como poesía

Ahora digan ustedes otra vez quéspoesía


David Avidán
Poeta hebreo. Tel Aviv 1934




P.D. Este post pretende, muy humildemente, aportar algo al entendimiento del hecho literario contemporáneo, a través de este también humilde y desdeñable medio electrónico, tan alejado de la excelsa dignidad de la fibra de celulosa.

Hago mi aportación en la postdata para permitir al lector eventual saltársela y disfrutar, si acaso le es propicio, del texto de David Avidán.

Es interesante como tratamos de enderezar la torre de marfil, que sabiamente se había inclinado, en favor de la verdad; confundiendo verdad con forma. Porque ¿qué es poesía sino verdad?. Un dato: las principales obras de la literatura (las de mayor contenido de verdad por letra, digamos) fueron publicadas inicialmente en editoriales (o medios) alternativos. ¿Basura en los blogs?, claro, pero si quieren ver basura en cantidad, eso si correctamente impresa y encuadernada, podemos hacer un tour por nuestra red de librerías. Paradójicamente en nuestra ciudad los tesoros en papel están en el lugar de la basura: bajo los puentes. Quizá el problema es que hemos atrofiado nuestros sentidos.

Para sumar a toda esta confusión, extravío acaso, en el que nos encontramos, coloco una fotografía que nada tiene que ver con el fondo (si acaso existe) de este post, sino con la forma; porque una cosa son las ideas y otra el lugar en el cual lo atrapan a uno, ¿no?

Día de santos (y fotógrafos)





PENNIWIT EL ARTISTA


Yo perdí mis clientes en Spoon River
porque intentaba poner mi pensamiento en la cámara
para captar el alma de la persona.
La mejor foto que hice en mi vida
fue la del Juez Somers.
Estaba sentado muy derecho, y me hizo esperar
hasta que consiguió mirar recto con su ojo torcido.
Y entonces, cuando estuvo preparado, dijo "Adelante".
Y yo grité "Denegado", y su ojo se le volvió a torcer.
Y le saqué con la misma expresión que solía poner
al decir "Lo recuso".



Edgar Lee Masters
Antología de Spoon River

Día de muertos (o Halloween)





LYMAN KING


Quizá piensas, caminante, que el Destino
es una trampa fuera de ti
que puedes evitar andando con precaución
y sabiduría.
Así lo crees viendo las vidas de otros hombres
como quien, a la manera de Dios, se inclina sobre un hormiguero
y ve cómo se podrían evitar sus dificultades.
Pero sigue adelante en la vida:
con el tiempo verás al Destino acercarse a ti
bajo la forma de tu propia imagen en el espejo;
o te sentarás a solas en tu propio hogar,
y de pronto, en otra silla junto a la tuya, habrá un invitado,
y conocerás a ese invitado
y leerás el auténtico mensaje de sus ojos.


Edgar Lee Masters
Antología de Spoon River



Edgar Lee Masters materializó en su "Spoon River Anthology" un anhelo que muchos hemos tenído: saber qué piensan los que ya no nos acompañan en el mundo material. Una recopilación de monólogos de difuntos que expresan sus versiones de los errores de su vida, los deseos que aún mantienen y hasta las quejas por el estilo de las tumbas en que han sido enterrados. Nada de miedo... ¿o si?.

Estructuras penetradas por la luz

Fotografías seleccionadas para la trigésima sexta edición del Salón Juan Lovera, del año 2007.




El Silencio

A la hora propicia aparece
El Silencio -blanquísimo- como
si fuese París en algún otoño y
giramos extasiados hasta toparnos
con lo medio-hecho o lo
medio-destruido que muerde
los tobillos y la estética del
esperpento desplegada
empujándonos a un callejón en
donde sólo es posible el vómito



La realidad



La realidad tiene siempre otra cara,
la cara de todos los días,
la que nunca vemos,
la otra cara del tiempo
[...]
la realidad es más real en blanco y negro

Octavio Paz

Releyendo a Vallejo, encontrándolo moderno

La ruptura que supone el vanguardismo, con las estructuras musicales y el perfeccionismo que encarnaban poetas como Rubén Darío, sus aspiraciones se basan en la incorporación de elementos novedosos, por una parte, pero también en la violación de las normas clásicas establecidas, tanto desde el punto de vista formal como temático.

Si abordamos el segundo planteamiento, relativo a la violación intencional de las normas, encontramos en Vallejo un ejemplo casi canónico. El hermetismo que se le atribuye es, en mi opinión, un efecto colateral de una búsqueda orientada a explorar los límites a los que se puede llevar el lenguaje al estirarlo o retorcerlo. Veamos el texto IX de Trilce, poemario considerado con justicia como uno de los aportes más importantes al vanguardismo latinoamericano:

Vusco volvvver de golpe el golpe.

Sus dos hojas anchas, su válvula

que se abre en suculenta recepción

de multiplicando a multiplicador,

su condición excelente para el placer,

todo avía verdad.

[…]

Fallo bolver de golpe el golpe.

No ensillaremos jamás el toroso Vaveo

de egoísmo y de aquel ludir mortal

de sábana,

desque la mujer esta

¡cuánto pesa de general!

Y hembra es el alma de la ausente.

Y hembra es el alma mía.




Las imágenes no se presentan inaccesibles si somos capaces de aceptar la violación gramatical y dejar fluir la lectura; la capacidad comunicativa está por encima de la norma en Vallejo.

En ocasiones vemos como esta voluntad de retorcer el lenguaje se orienta hacia la deconstrucción de las formas clásicas, el poema XLVI de Trilce es un buen ejemplo de esto:

La tarde cocinera se detiene

ante la mesa donde tú comiste;

y muerta de hambre tu memoria viene

sin probar ni agua, de lo puro triste.

Mas, como siempre, tu humildad se aviene

A que le brinden la bondad más triste.

Y no quieres gustar, que ves quien viene

filialmente a la mesa en que comiste.

La tarde cocinera te suplica

y te llora en su delantal que aún sórdido

nos empieza a querer de oírnos tanto.

Yo hago esfuerzos también; porque no hay

valor para servirse de estas aves.

Ah! qué nos vamos a servir va nada.

Vemos que el poema comienza como soneto, con rima consonante perfecta y paulatinamente el soneto se va “desarmando”, dando paso a dos tercetos que, si bien no se ajustan a las normas de la rima ni de la métrica, funcionan perfectamente. Este texto es también un ejemplo, de los muchos que hay en Vallejo, del uso de una temática poco convencional. Un ejemplo en que podemos ver, todos juntos, estos elementos que hemos querido exponer brevemente, es el poema XXXII, tomado igualmente de Trilce:

999 calorías

Rumbbb… Trrraprr rrach… chaz

Serpentínica u del bizcochero

engirafada al tímpano.

[…]

Detalles como el uso de Versales en la palabra “calorías”, el tema relacionado al metabolismo, la onomatopeya, términos inexistentes como “engirafada”, todo en 4 versos y sin embargo el sentido está allí intacto. Esta virtud no pudo ser mantenida a lo largo del vanguardismo, que derivó en formas que, si bien podemos aceptar como innovadoras (a veces sólo excéntricas), perdieron su capacidad comunicacional y acaso por eso su permanencia en el tiempo.

La biblioteca

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente.

J.L. Borges
La Biblioteca de Babel




Oceano


Siento que poco a poco
el mar me está domesticando

Se acerca suavemente para
acariciarme con su espuma
y me envuelve
apretando mis tobillos

Avanzo y pateo soberbio
y los golpes en mi pecho
me recuerdan
el otro lado de la metáfora

De la pastora a Catia






La Pastora, Catia
cubo sobre cubo
montañas trepadas
vista al mar y
miles de escaleras

Sin dos puertas iguales
ni dos ventanas
ni dos techos iguales

Donna Summer suena
al final de un pasillo
de ventanas cerradas
con los ojos puestos
sobre mi

Arte moderno

El arte no soporta las paredes, tampoco soporta posturas rígidas,
se escapa si aquello que lo alberga no desaparece ante los ojos,
si no es cómplice del conjuro.

Todo esto es verdad para el arte, pero sobre todo para el arte moderno.

Por eso no es inconcebible un ventanal en el que la ciudad se convierta en "la obra",
o un balcón en que los visitantes se convierten en "la obra".

Podemos caminar como suspendidos para entrar en cubos misteriosos
u ofrecer nuestro sueño como obra.





P.D: Había un rollo a color en el maletín y lo monté en el MoMa. No entiendo el color, trato de componer con sombras y formas, no con colores, por eso considero que el color en estas fotos, más que accidental, es incidental.

Deslizarse




El día sólo es una pausa
se vive en la noche

quien sabe de su origen oscuro
vomita la luz que se mete en sus poros

la verdad es aliada de la noche
donde nada se ve
nada se oculta
la oscuridad lo deja todo claro

cuando los sonidos nos abandonan
cayendo por nuestros oídos
y las imágenes se deslizan
detrás de nuestros ojos
respiramos
y abrazamos la vergüenza sin reparo
nos regodeamos en el absurdo
y somos libres.


Música: Genesis
Tema: Carpet Crawlers (versión de 1974)

New York state of mind

Camino por Park Avenue y recuerdo a Dario. Él, ante las adversidades, recordaba que "siempre quedaba París", la metrópolis, cierto, pero New York, es otra cosa. Cosmópolis acaso, si queremos seguir leyendo a Dario, siempre de noche.

En Central Park South, el brillo de las calles, al andar, deja ver la ondulada respiración del subsuelo; mi ojo en la mano, pegado al muslo, dispara y dispara, con hambre salvaje.

Bajo por Broadway hasta la 42 y puedo mirar a todos a la vez, todos me miran y yo los devoro. Finalmente bajo al subsuelo siguiendo unos pasos y me pierdo.






Ficción


Es imposible soportarnos tal como somos por mucho tiempo
la realidad es un peso insostenible

¡Marcha!

En Venezuela contamos la experiencia en las marchas como el que cuenta una película, casi nunca pasamos de los comentarios estéticos (tamaño, colorido, etc.). Tenemos tan arraigadas esas creencias mágicas con las que se fundó esta tierra, que pensamos que la acumulación de pasos nos llevará a un destino mejor. Puede que sea así.

Este es, aparentemente, otro comentario estético.

Fui a la marcha del Orgullo Gay (realmente el nombre oficial es inmenso: Gay, Bisexual, Lesbiano y Transgénero) con el objetivo de fotografiar; esperaba el plumero, el maquillaje, el escándalo y lo conseguí. Pero también conseguí una marcha ordenada, multitudinaria, alegre y no carente de reflexiones: "Libertad de expresión, ¡pero si nosotras tenemos 7 años marchando por eso chico!".

En fin, gente mostrando lo que son o lo que desean ser, de Parque del este a Plaza Venezuela en tacones.




Anabasis II



"Se acerca, de este lado del mundo, un gran mal violeta sobre las aguas. El viento se alza. Viento de mar."


Saint John Perse
Anabasis